Colombia. El reformismo que no reforma: Petro y la tragicomedia del poder
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Por Juan Federico Pino, Rebelión/ Resumen Latinoamericano, 15 de febrero de 2025.
El gobierno de Petro no se define por los hechos, sino por la escenografía; no por las reformas, sino por las narrativas que ocultan sus fracasos.
El tiro por la culata
Marshall McLuhan escribió que el medio es el mensaje, es decir, que la forma de la comunicación es el mensaje mismo. La política moderna ha convertido la escenificación del poder en un fin en sí mismo, como si gobernar pudiera reducirse a una coreografía mediática.
Bajo esta lógica, Gustavo Petro transformó su Consejo de ministros en un espectáculo transmitido en vivo: un acto cuidadosamente diseñado para proyectar autoridad y control. En una mise en scène calculada, el presidente, con tono severo y gesto adusto, reprendió a su gabinete por el incumplimiento de los compromisos de gobierno.
Pero cuando el teatro político tiene un guion defectuoso, la puesta en escena se convierte en una parodia de sí misma. Lo que debía ser una demostración de capacidad acabó por revelar las fisuras internas de su administración y la contradicción ética que la atraviesa.
El mensaje detrás del espectáculo
Detrás de la pompa y el artificio de la transmisión, el mensaje subyacente fue más elocuente que el discurso mismo: un presidente atrapado en su propio relato anticorrupción, intentando sostener una narrativa de pureza que choca de frente con sus decisiones.
La tensión entre el Petro que denunció las prácticas clientelistas y el Petro que nombra a Armando Benedetti —un personaje acusado de corrupción, violencia de género y politiquería—no puede resolverse con un acto teatral, casi tragicómico, por más pulida que sea su escenificación. No se trata tan solo de un desliz administrativo o de una estrategia de supervivencia política, sino de la descomposición paulatina de un discurso que, en su insistencia por proyectar una imagen de ruptura con el pasado, acaba desprovisto de contenido.
En esta representación, los personajes por un momento parecieron desafiar el guion, pero pronto se convirtieron en prisioneros de sus propias contradicciones. Francia Márquez y Susana Muhamad hicieron el ademán de la dignidad, la pantomima de la resistencia, pero no pasaron de una ligera incomodidad verbal. La primera expresó su descontento con la llegada de Benedetti; la segunda intentó sostener una postura crítica. Sin embargo, al final, ambas permanecieron en la mesa, atrapadas en la paradoja de su propia moralidad: su incomodidad era legítima, pero no suficiente para alterar el orden de la obra.
Como personajes de un drama de Ibsen, se enfrentaban a la contradicción entre ética y conveniencia, pero, a diferencia de Nora Helmer en Casa de muñecas, ninguna se levantó y se fue. La puerta no se cerró de un portazo; simplemente quedó entreabierta, lo justo para que su incomodidad fuera visible, pero sin consecuencias reales. La dignidad, cuando no está respaldada por la acción, se convierte en un gesto vacío. Y en esta escena, el poder no tuvo que imponer su lógica: bastó con esperar a que la inercia hiciera su trabajo.
La sumisión como principio de poder
Gustavo Bolívar, en cambio, renunció incluso a la pretensión de la dignidad. Con su teatralidad habitual, osciló entre la incomodidad y la devoción, hasta coronar su intervención con una frase que pasará a la antología de la política sentimental: Yo lo amo.
La imagen de Bolívar declarando su amor por el presidente, después de haber sido amonestado en público, encarna con precisión casi literaria la esencia del poder en su estado más puro: la capacidad de inspirar devoción incluso en medio de la decepción. El episodio, que podría haber sido un momento de ruptura o al menos de crítica, terminó convertido en una escena de sumisión absoluta.
Bolívar no fue el único sometido a la pedagogía de la reprimenda presidencial. Como en una extraña farsa en la que el gabinete había sido degradado a la condición de un jardín infantil, Petro reprendió al ministro de Educación como si de un estudiante torpe se tratara. El tono de desaprobación, el gesto severo, la pausa dramática antes del regaño: la escena tuvo todos los elementos del escarmiento público.
Uno no podía evitar preguntarse si aquello era realmente un Consejo de ministros o una jornada de disciplina escolar, donde los ministros y ministras, en vez de presentar balances de gestión, debían demostrar obediencia y recibir regaños con la mirada baja. Porque, al final, la escena se reducía a eso: Petro, desde su cátedra improvisada, disciplinando a sus ministros como si el problema del gobierno no fuera la ejecución de las promesas, sino la indisciplina de los súbditos.
El bufón y Maquiavelo de la corte petrista
Pero la tragicomedia no terminó ahí. Laura Sarabia regresó al gobierno con el aura de un cardenal Richelieu redivivo, mientras Armando Benedetti, cuya capacidad de supervivencia política desafía cualquier lógica institucional, consolidó su rol de estratega y eterno náufrago que siempre encuentra un nuevo barco.
Benedetti es un personaje que parece escapado de una sátira de la corte de Luis XIV: una mezcla improbable entre Maquiavelo y un bufón, capaz de manejar los hilos del poder con astucia, pero también de provocar un desconcierto casi cómico. No es un arquitecto del poder, sino su parásito más eficaz. No construye estructuras, las habita; no planifica escenarios, los aprovecha. Su retorno confirma que el reformismo, cuando se enfrenta a la lógica del poder real, termina por ceder.
El problema no es solo la contradicción, sino la desfachatez con la que se exhibe. Benedetti no es un accidente en la administración Petro; es la metáfora perfecta de su deriva.
La realidad fuera del encuadre
Y la realidad es brutal. No es la tragicomedia, sino los dramas los que definen al gobierno de Petro: 146 promesas incumplidas, un déficit fiscal creciente y violencia en el territorio.
El Catatumbo, una de las regiones más violentas de Colombia, enfrenta una escalada del conflicto entre el frente 33 de las disidencias de las FARC y el ELN, que disputan el control del narcotráfico y la minería ilegal. A inicios de 2025, los enfrentamientos se intensificaron con ataques simultáneos, bloqueos y el uso indiscriminado de explosivos, desatando una crisis humanitaria.
El panorama fiscal no es menos preocupante. El gobierno de Petro cerró 2024 con una ejecución presupuestaria del 83,1 %, que, sin incluir el servicio de la deuda, se reduce al 81 %, la más baja en 25 años. De los 475 billones de pesos apropiados, solo se obligaron 394,7 billones, reflejando problemas graves de gestión. El déficit fiscal, que en 2023 fue del 4,3 % del PIB, escaló al 6,1%, el más alto desde la pandemia, evidenciando una política económica errática.
García Márquez habría encontrado en esta historia un eco de su obra, una trama de lealtades rotas y discursos vacíos que recuerda a los burócratas anclados en la inercia de El otoño del patriarca. Como en la novela, la decadencia del poder no llega con un estallido, sino con la reiteración de los mismos rituales, los mismos nombres y las mismas traiciones disfrazadas de continuidad.
¿Cuál es el verdadero guion?
Hay que concederle algo a Gustavo Petro: ha demostrado una habilidad indiscutible para el control del relato. Pocos gobernantes logran, con tanta precisión, convertir el desastre en espectáculo, la crisis en distracción y el fracaso en conversación ajena.
Su puesta en escena en el Consejo de ministros no fue apenas una demostración de autoridad—fallida, por supuesto—sino un truco de prestidigitador: mientras nos debatimos entre el tono de su regaño y la humillación pública de su gabinete, la realidad se desliza fuera del encuadre.
Petro ha entendido algo esencial: que el lenguaje puede ser tanto un arma como un refugio. Que cuando la política se vuelve insostenible, siempre queda el verbo. Si la ejecución fracasa, la épica puede salvar el día. Por eso, ante el colapso de sus reformas y la evidencia de su inoperancia, Petro se repliega en la épica de otros, fabricando un relato en el que siempre es el héroe incomprendido. Su discurso, antaño desafiante, se ha convertido en un eco vacío, una letanía de figuras históricas forzadas y consignas gastadas. Se aferra a Bolívar cuando la coyuntura le resulta incómoda, a Gaitán cuando la adversidad lo apremia, a López Pumarejo cuando necesita revestirse de reformista y a García Márquez cuando busca poética en el desorden.
Como Aureliano Buendía en Cien años de soledad, parece más obsesionado con la memoria que con la acción, convencido de que su destino es el de un caudillo incomprendido que lucha en batallas que ya no tienen sentido. En su imaginario, el país no avanza: repite ciclos, revive enemigos del pasado, se enreda en la nostalgia de una revolución que nunca llegó. Petro no gobierna: padece el tiempo como un eterno retorno, atrapado en su propia versión de Macondo, un país que solo existe en su oratoria, mientras la realidad se le escurre entre las manos.
Porque Petro ha conseguido lo que pocos: hacer de la teatralidad un refugio y de su negligencia un segundo plano. Que nos obsesionemos con la forma, mientras el contenido se desmorona. Su presidencia no se define por los hechos, sino por la escenografía; no por las reformas, sino por las narrativas que las justifican. Así, entre la lástima y el patetismo, ha logrado que sus ridiculeces no solo opaquen sus fracasos, sino que los disfracemos de tragedia épica.
Quizás, después de todo, ese era el verdadero guion.
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